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Tribuna

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Teresa Pascual Ogueta

Ingeniera de Telecomunicación y amante de la aviación.

Más allá de la profesión: La pasión por volar

Cada vuelo, aún el más sencillo en apariencia, tiene con frecuencia escondido un imprevisto

 

Cuanto más se vuela, más se comprende que el conocimiento y la experiencia acumulados ayudan a resolver las situaciones no esperadas

Llevar los mandos de un avión exige conocimiento y aprendizaje continuo, pero va mucho más allá de una mera ejecución técnica. La emoción de dominar a la máquina, la satisfacción cuando se resuelven situaciones imprevistas y las sensaciones desde el aire son los ingredientes que han hecho de volar la pasión de Teresa Pascual Ogueta.

Primero fue paracaidismo, más tarde la aviación. En mi primera clase práctica de vuelo, apenas pude apreciar nada más allá de la complejidad y rapidez de las maniobras. El control de la situación exige horas de estudio y entrenamiento. Ese tiempo de aprendizaje es puro goce.

Los anhelos se consiguen poniendo empeño en alcanzarlos, pero no es sencillo perseguir sueños cuando la única recompensa es la satisfacción personal. Es más fácil conseguirlos cuando hay un entorno que acompaña y apoya, y no todo el mundo tiene la suerte de contar con esa ayuda.

Siempre me ha molestado el humo del tabaco y mi instructor fumaba en el avión; afortunadamente ahora no sería posible. Cuando la humareda invadía el diminuto habitáculo de la Piper Tomahawk significaba que lo estaba haciendo bien porque él podía distraerse. Una vez, apagó el cigarrillo con cierta precipitación cuando entrábamos en el circuito de tráfico para el aterrizaje. No escuché bien qué le dijo por radio a la controladora, pero enseguida comprendí. Se bajaría del avión cuando tomásemos tierra y saldría yo sola a volar. La confianza que me demostraba era superior a la que yo sentía. Mi primera vez sola en el aire. ‘La suelta’. Emoción, tensión contenida y sobre todo, atenta a los instrumentos, a los otros aviones, a las maniobras tantas veces realizadas y euforia cuando, ya en el suelo, sentí que lo había logrado. Fue el inicio de otros comienzos. Cada vuelo, aún el más sencillo en apariencia, tiene con frecuencia escondido un imprevisto. Cuanto más se vuela, más se comprende que el conocimiento y la experiencia acumulados ayudan a resolver las situaciones no esperadas.

Licencia de vuelo
Una buena base de conocimientos en Matemáticas y en Física ayuda mucho a comprender y a operar el avión adecuadamente. El avión vuela, y vuela bien, cuando se respetan los requerimientos de quien lo ha diseñado y se hacen los cálculos correctos. Un motor potente por sí solo no es capaz de hacerlo volar. Hay que aprender a confiar en los instrumentos y no en nuestras sensaciones corporales, que a veces nos confunden. Aprender, esa es la clave. No solo importan las horas que se acumulan en el cuaderno de vuelo, lo más importante es la formación continua y el entrenamiento. Después de la formación teórica y práctica requeridas, es preceptivo pasar un examen oficial para obtener la licencia de vuelo.

Cada avión es distinto y para volarlo se debe conocer perfectamente el manual de vuelo. Se necesita instrucción en cada nuevo aparato; el tiempo necesario para tener ‘la suelta’ depende de cada persona y de su experiencia.

El vuelo
Cuando la torre de control autoriza el despegue, la mano adelanta el mando de gases suavemente, pero sin pausa; con firmeza. Los pies controlan los pedales para compensar el par motor de la hélice. Mientras el avión va acelerando, se comprueban los instrumentos y, alcanzada la velocidad de despegue, la presión que ejercen las manos sobre el mando de control (los cuernos) se aligera y el avión suavemente abandona el suelo. Es un momento mágico en una maniobra crítica. Es un instante que siempre sabe a nuevo. No importa cuántos despegues se hayan hecho; la emoción, siempre inédita, gusta repetirla.

Antes de despegar se habrá hecho el plan de vuelo (duración, destino, aeropuertos alternativos, meteorología en ruta…), revisión visual del aparato, del motor, de los niveles de gasolina y aceite. Por último, antes de entrar en la pista de despegue, se somete a prueba el motor; cualquier sospecha de fallo obligará a cancelar el vuelo.

Desde el aire el paisaje se ofrece con una perspectiva distinta; la sensación es de una enorme fragilidad. Colgada de la nada, sostenida por la masa de aire y la velocidad; a merced de aves despistadas, de vientos imprevistos que mueven el avión como si fuera una barca diminuta en medio del oleaje. Cuando se vuela sobre una llanura hay confianza en la capacidad de planeo del avión. Cuando se atraviesan los Pirineos, la belleza de la vista es asombrosa, pero no hay espacio posible para un fallo.

El aterrizaje es una maniobra delicada y magnífica. El avión está en una situación difícil: cerca del suelo y a baja velocidad. Ante la menor duda o ráfaga de viento desestabilizadora: gases adelante, actitud del avión adecuada y al aire.

Se disfruta el viaje y también el dominio de la máquina. Son las maniobras de entrenamiento, las que suponen aprender a superar situaciones comprometidas, las que me producen mayor satisfacción. Ya en tierra, cansada y feliz, vuelta a casa en coche. Con frecuencia, ante el tráfico y la velocidad excesiva de los coches, vuelve la eterna pregunta de si es más seguro volar o conducir.

Todo evoluciona
Ya no se necesita la maleta enorme con mapas y documentos que inundaban la cabina. La nueva aviónica y los sistemas de comunicación y navegación más avanzados ofrecen casi todo lo necesario. Son dispositivos potentísimos, pero inútiles si no se dominan a la perfección.

Sigue siendo conveniente saber navegar a estima y también utilizando las radioayudas, que son también telecomunicación. Los equipos de a bordo se sintonizan con los de tierra y podemos calcular dónde estamos y qué rumbo tomar. A pesar de conocer la teoría de estos equipos, ha sido volando cuando he comprendido su fascinante utilidad. En el vuelo no se puede despreciar ningún recurso.

 

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