Este verano, una exposición dedicada a la obra del fotógrafo Oliviero Toscani (fallecido en enero de este año) en el museo de diseño de Zúrich mostraba su proyecto ‘Razza Umana’. Toda una serie de retratos de personas anónimas de distintos países, realizadas ‘para promover la aceptación de las diferencias’.
Rostros de toda variedad de formas y colores. Rostros de procedencia muy distinta que transmitían sentimientos similares: alegría o dolor, melancolía algunos, otros, indiferencia. Arrugas llenas de vivencias o piel tierna de quienes tienen todo por vivir.
Contemplando la colección de retratos de gente de distintos lugares del mundo, es fácil comprender lo más elemental, lo obvio: que no hay un estándar que establezca qué color, tamaño o apariencia son los más apropiados para el ser humano. El mundo es más grande que nuestro país, y tanto dentro como fuera de nuestro entorno hay personas con variadas coloraciones de tez.
No hay un color de piel mejor que otro, hay mejores y peores personas. Hay, eso sí, sociedades y culturas más injustas y crueles que otras. No hay sociedad perfecta, pero algunas han ido evolucionando hacia mejores condiciones de vida para las personas que viven en ellas. Otras mantienen leyes brutales y las hay que, habiendo conocido niveles de justicia elevados, retroceden ahora hacia situaciones muy dolorosas para quienes las tienen que sufrir.
Color y jerarquía
El color de la piel, aunque no nos hace ni mejor o peor persona, es nuestra primera carta de presentación; la que nos posiciona a los ojos de quien nos ve por primera vez. Lo que hace que seamos personas muy distintas, no es el color de piel, sino el contexto geopolítico y cultural donde nacemos y donde nos criamos.
Pero sobre todo diferimos por nuestras creencias, esas que absorbemos sin filtro en nuestra primera infancia. Es entonces cuando nos enseñan cuál es nuestro lugar en el mundo, qué religión tenemos que profesar, qué color de piel tiene nuestro dios y las costumbres que debemos respetar.
Esas normas de vida se convierten a nuestros ojos infantiles, en la manera correcta de vivir. Esas reglas son las que moldean el modelo cultural y mental de la sociedad en la que vivimos.
Parafraseando a Mary Bear cuando trata de cómo se representa el poder, podríamos asegurar que, si tratamos de imaginarnos cómo es una persona prestigiosa, surge en nuestra mente una figura humana de voz grave, pantalones y piel blanca. Es la idea que hemos interiorizado sobre cómo tiene que ser una persona con autoridad y es el filtro que, de forma inconsciente, aplicamos cuando miramos la realidad.
Nuestra forma de vivir los variados colores y matices que tiene la piel está influida por los prejuicios aprendidos. Alguna generación ha crecido pidiendo o viendo pedir un donativo para ayudar a personas pobres de otros países. Las huchas, con forma de cabeza infantil y color de piel distinto del blanco, transmitían, quizá sin pretenderlo, una idea de inferioridad de las personas que tienen una epidermis de color distinto al nuestro.
Color ‘normal’
Consideramos que algo es normal cuando es lo habitual en nuestro entorno más cercano. Aprendemos que el color ‘normal’ de la piel es el que es mayoritario en nuestro contexto social. Esa manera de ver y juzgar la realidad a través de lo que se vive en la cotidianidad propia, se mantiene a pesar de que comercio, costumbres, ciencia y vida estén más globalizadas que nunca.
Como señala Michael Pastoureau: “Es la sociedad la que ‘hace’ el color, la que lo define y le da significado, la que construye sus códigos y valores, la que determina sus implicaciones”.
Se ha puesto de moda el término ‘racializada’. Aunque no sea esa la intención, lo que subyace cuando decimos que una persona está racializada, es una forma de decir que su aspecto no es el normal. Se diría que, probablemente sin pretenderlo, es una palabra que asigna una superioridad a quien la utiliza para describir a otra persona.
También se consideran personas ‘racializadas’ quienes han nacido y viven aquí desde hace varias generaciones. Puede que desconozcan de dónde vino quien les dio ese color de tez, que tantos años después, aún les señala como personas ajenas en su país de nacimiento y de vida.
Educación y prejuicios
El color de la piel está atravesado por la ideología y los intereses. Esta característica corporal es una excusa que se utiliza, junto con otras, para dividir a la sociedad. Una sociedad dividida es más controlable.
La educación, entendida en su sentido más amplio, es la mejor manera de eliminar el filtro de los prejuicios en nuestra relación con el mundo. Es imprescindible que la sociedad conozca cómo se gestionan las redes sociales y la IA, desde el punto de vista técnico e ideológico. Con la ignorancia, se está a merced de quienes sí las dominan, que conocen a la perfección la manera de maniobrar para conseguir sus objetivos.