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Tribuna

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Teresa Pascual Ogueta

Ingeniera de Telecomunicación.

La digitalización y sus fisuras

La ley no obliga a la ciudadanía a tener ordenador, tableta o teléfono con conexión a internet para relacionarse con las empresas proveedoras de servicios

No hay duda de la potencia y las ventajas de la digitalización, que está generando continuamente herramientas que actúan en ámbitos cada vez más cotidianos. La evolución continua de todas las capacidades que se ponen a nuestra disposición no puede obnubilarnos.

La digitalización tiene fisuras. Unas son conocidas y de enorme importancia, como la pérdida de privacidad y la obsolescencia programada de los equipos. Nuevas fisuras han empezado a aparecer y crecen a la misma velocidad que lo hace la digitalización. Trabajando en la ingeniería más puntera se sabe lo fascinante que es poder participar en el desarrollo de herramientas que nos mejoran la vida, que amplían nuestras potencialidades y que nos enriquecen como personas. Es un trabajo apasionante. Cuando la colectividad se adueña de la herramienta, quien la ha diseñado pierde el control sobre lo creado; enseguida aparecen las rendijas por donde se debilitan las ventajas que un día fueron y los organismos reguladores tendrían que actuar.

Fisuras en herramientas antiguas
Las llamaremos fisuras pero, en algunos casos, se han hecho demasiado grandes. Nos hemos ido acostumbrando, sin apenas queja, a la insensibilidad por parte de algunas empresas proveedoras de servicios. Los centros de llamadas, que parecían una forma ágil y cómoda de comunicación y gestión, se han convertido en una pesadilla que sufrimos colectivamente.

También los cajeros automáticos son motivo de descontento. Los sacaron a la calle: riesgo de robo, operaciones en medio del viento, lluvia o a pleno sol y con pantallas que hacen ilegible su contenido según cómo incida la luz en ellas. Cualquiera que los haya utilizado sabe de la lentitud de respuesta de muchos de estos cajeros y de interfaces poco cuidadas. Las ventajas iniciales de estas herramientas se han diluido por completo porque las empresas están promoviendo su uso para situaciones nuevas, para las que no están bien diseñadas.

Herramientas nuevas
En un proceso imparable: cualquier empresa, además de página web, tiene su propia aplicación móvil y promueve mecanismos para impulsar su uso. Lo que no está garantizada es la calidad de esas aplicaciones que se ponen a disposición del público.

No es raro que aplicaciones esenciales de algunas administraciones tengan a menudo fallos de funcionamiento. Lo mismo ocurre con aplicaciones de algunas empresas. La alternativa a esos problemas son los centros de llamadas, que casi nunca resuelven, o la atención presencial, prácticamente inexistente.

Con la aparición de las aplicaciones para móviles, las fisuras iniciales se están convirtiendo en grietas. Las empresas proveedoras de servicios básicos están ‘obligando’ a las personas que los contratan a utilizar una aplicación móvil. Esto supone hacer un gasto importante en equipamiento para poder disponer de servicios imprescindibles. Como tantas otras veces, la herramienta, en este caso la aplicación, cuando es fiable, no es el obstáculo; de hecho, facilita la vida a quien la puede utilizar. El problema es que empresas proveedoras de servicios esenciales tratan de imponer su uso, sin tener en cuenta los intereses del público que necesita contratar sus servicios. Si todas las empresas de servicios obligan a operar con ellas de la misma manera, quien tiene que contratar no puede elegir.

Por otro lado, es paradójico que empresas potentes en tecnología y recursos se escuden en que tienen ‘problemas informáticos’ para no facturar en tiempo y forma o para no entregar la factura aunque ésta haya sido pagada.

El papel de los organismos reguladores
Es un hecho que para vivir en esta sociedad es obligatorio tener una cuenta bancaria y domiciliar en ella los ingresos y los recibos. A esa obligación ineludible se quieren añadir otras. Ahora, las empresas proveedoras de servicios incentivan con fuerza el acceso a la gestión del servicio a través de una web o una aplicación móvil. Lo que era una facilidad para una parte de la población que contaba con el equipo adecuado, se ha convertido en una obligación para todo el mundo.

La ley no obliga a la ciudadanía a tener ordenador, tableta o teléfono con conexión a internet para relacionarse con las empresas proveedoras de servicios básicos. La misión de los organismos reguladores es vigilar que se cumpla la normativa, por eso deben asegurarse de que las nuevas formas de relación que se imponen no vulneran los derechos de quienes tienen contratados servicios fundamentales.

Se quiere hacer ver que es un problema de una parte de la sociedad que no se adapta por la edad, pero eso es una forma de culpabilizar a un colectivo y de distraer del verdadero problema. Hay quien no puede o no quiere destinar su dinero a adquirir el equipo que se precisa, o no quiere ver en peligro su privacidad, conectándose a internet para gestionar sus servicios.

Además, los poderes públicos deberían controlar la fiabilidad de las aplicaciones con las que tienen que lidiar personas que no son especialistas en tecnología. Vigilar que esas herramientas no pidan, para poder usarse, más permisos de los estrictamente necesarios. Es habitual que se obligue a aceptar el uso de información totalmente privada para permitir el acceso al servicio.

También deben asegurarse de que los otros medios que se ponen a disposición del público, como la atención telefónica o los cajeros automáticos, respondan a unos criterios de calidad mínima en tiempo de respuesta y en interfaces adecuados.

Por último, urge la creación de un instrumento para la gestión de los servicios esenciales, que permita la operación y gestión de esos servicios a personas que no quieran o no puedan utilizar internet.

El avance de la digitalización es imparable y positivo desde muchos puntos de vista. Esto es compatible con la calidad, respeto a la intimidad y facilidad de acceso a las herramientas por quienes las tienen que utilizar.

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